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El 'coaching' como perversión de los ideales


Hace algún tiempo escribimos varios artículos que se apoyaban en un lema común: “si no tienes una filosofía de vida, te la impondrán otros”. Sin embargo, no se puede estar escribiendo todos los días sobre el mismo tema sin llegar a un cierto sentimiento de hastío, así que decidimos dejar a un lado esta cuestión, con la sensación de que ya la habíamos agotado suficientemente.


Por suerte, como ocurre en psicoanálisis, todo final es solo provisional. Siempre quedan nuevas cosas que decir, especialmente cuando aquello de lo que se escribe no es lo que define a uno en sus propósitos, en clave afirmativa, sino más bien en una delimitación negativa que parece orientada a distinguirse del adversario.


Lo cual nos planteaba otro problema:


¿Quizás nuestras críticas se originaban en una suerte de obsesión? ¿Quizás nuestro rechazo del coaching se debía a cierta envidia? ¿Quizás no aspirábamos a otra cosa que a emular a esas personas que se han sabido mover con eficacia en un terreno en el que el filósofo se veía obligado a confesar que le habían pasado, como suele decirse, "la mano por la cara"?


Ciertamente, si este hubiera sido todo el problema, la solución sería muy sencilla: hacerse coach. Por suerte, ahora es increíblemente fácil conseguir una titulación para acreditarse en esta suerte de “escuela de la vida” que involucra hasta al más pintado en el desarrollo personal.


Entonces, ¿por qué no hacerse coach?


Es lo que pide el mercado y muchos psicólogos ya lo hacen.


Y médicos y economistas, ingenieros y profesores de yoga. Filósofos de bar del mundo entero, sin a penas ningún tipo de formación, se dedican a dar a miles de desconocidos los consejos que antes otros les han dado a ellos mismos, y de este modo reproducen una rueca perversa; una rueca que no tendrá fin, quizás, hasta que encontremos la manera de acabar, como en las películas, con el vampiro original.


La comparativa entre el coaching y el vampirismo. Ciertamente, en esto hay mucho que decir. Gracias a ella es posible vislumbrar aspectos muy positivos de esta práctica, pero que en cualquier caso están fundados en un funcionamiento perverso que reestructura las articulaciones existentes entre el deseo del individuo como sujeto y su posición en el espacio social.


Dicho de otra manera: existen coaches gracias a que existen, en mucha mayor medida, fracasados. La L del looser es parte esencial de este fenómeno descarado que reivindica, por contrapartida, el éxito. Se convierte desde ese momento en todo lo contrario de su pretendida exigencia, sin advertirlo, por supuesto: en una corriente profundamente reactiva, incluso rencorosa, que se conforma en torno a agrupaciones de individuos con escasa sensación de "yo" (algo que no es necesario identificar con la autoestima, aunque el psicólogo moderno en seguida lo identificará con la autoestima) y, sobre todo, con un mal encuadre respecto a sus ideales. Allí donde falta un “padre”, en el sentido psicoanalítico del término, allí donde falta “ley”, se nos presenta el coach como su sucesor y sustituto. Por eso ha elegido ese nombre que, traducido del inglés, resuena a la más arcaica jerga militar, como Führer o, ya en español, caudillo.


“Guía”, vale decir, lo mismo sea vital o espiritual. Un sacerdote que no solo te dice qué no debes hacer, función limítrofe de la ética de origen pietista, sino que además te impone metas y te facilita articulaciones, planificaciones, estrategias para llegar a “tus” objetivos.



El coach aparece entonces como un “supermí”, por no confundirlo demasiado rápido con el superyó de orden freudiano. Es “otro yo” en el que debería transformarme. No extraña que la principal salida laboral que encuentran tantos consumidores de este nuevo material de autoayuda sea justamente la de convertirse en proveedores de estos servicios.


Consumidores de coaching que se convierten, ellos mismos, en coaches. Al final, la cosa iba de encontrarle un sentido a la vida. Y el individuo que esto hace ¿qué ha conseguido? Para empezar, algo que debe de ser muy importante para él: el reconocimiento implícito de aquel individuo a quien tanto admira, ese “otro yo” en cuyo espejo quiere verse reflejado, no para verse en su lugar, sino para poder ser (inconscientemente) contemplado por su propio reflejo.



De nuevo, no se trata sino de articulaciones subjetivas: dónde estoy en relación con mi deseo. Y para eso no hace falta que cumpla los planes que me ha impuesto otro. Porque, lo que en el fondo se está dando, es que hay una confusión fundamental, una confusión que es la que funda el estatuto de enajenación imaginaria en que incurren todas estas personas: la confusión entre el “otro” y el “Otro”, en la articulación del lugar-causa del propio deseo, del deseo mismo que hace de mi “serme” un “ser yo”.


Dicho de otro modo: “cualquier yo es un otro”, y por lo tanto, encuentro en cualquier otro la posibilidad de desarrollarme como “yo”. Sin embargo, “solo el Otro es Otro”, de otro modo: el auténtico “Otro” de mi deseo permanece oculto por una serie de imposiciones, guías, que hemos identificado con otro tanto legajo de supersticiones que tienen un trasfondo ideológico vinculante.


¿Por qué ideológico? Primero, porque la propia ideología capitalista brilla, reluce en las frases motivadoras de que se hacen eco en todo tipo de redes sociales. Pero eso no sería más que una mera sospecha que no acaba de comprender lo que significa “ideológico” en filosofía, más aún tras la insurgencia del psicoanálisis.


Decimos “ideológico”, sobre todo, porque a través de él se impone un ideal: un ideal oculto a la vista y que por lo tanto no se intuye inmediatamente. Un ideal que deja de ser el “mío” desde el momento mismo en que proviene del “otro”, con minúscula; el otro al que, sin embargo, estoy confundiendo con mi propio ideal. De ahí la dificultad de dar contestación al enigma: ¿qué me interesa? Que no hace otra cosa que volver a la pregunta de Machado, a saber: ¿Dónde está la utilidad?


De otro modo: todo lo que Marx encumbraba en su teoría del interés: desconociendo nuestros ideales proletarios (pues, en efecto, no sabemos adónde estos nos quieran “conducir”), nos hemos avenido a perseguir los del burgués. Resolución de la dialéctica. O aun con más precisión: supresión del drama subjetivo implícito en la trama del reconocimiento. Supresión ilusoria, vale decir, pues nos vemos meramente limitamos a repudiar nuestra condición de esclavos a base de perseguir los objetos que nos han sido señalados por este potentado “amo” y señor: el burgués, el terapeuta, el coach.


 

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