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Sócrates y la muerte del filósofo

  • Foto del escritor: Eleuterio Valldigna
    Eleuterio Valldigna
  • 23 feb 2018
  • 4 Min. de lectura

“Si no tienes una filosofía de vida, te la impondrán otros”. Básicamente, nos situamos en el meollo de la necesidad de la filosofía. La filosofía, porque no es útil, se hace urgente. No se trata de que la filosofía base su necesidad en la banalidad de sus fórmulas y contenidos, no se trata de que pensar sea algo gratificante o divertido. La filosofía no tiene por qué ser divertida.


Tampoco es que tenga que entristecer, como dijera Deleuze, pero, ciertamente, la filosofía puede ser muy importante aun a pesar de que nos haga tristes y aburridos. Y la razón de su importancia está en que nos permite armarnos de un sistema de creencias, racionalmente estructuradas, con las que nos defendemos de los “lugares comunes” en torno a los que la sociedad se articula.


Esos lugares comunes han recibido muchos nombres en la historia de la filosofía. Desde los idola de Francis Bacon, pasando por la “ideología” marxista o, retrocediendo a los mismos orígenes, los dioses de la ciudad, por cuya traición se justifica la condena y muerte de Sócrates, nuestro autor inaugural. De hecho, centrémonos en este caso, que es con mucho el más elocuente de la situación en que nos encontramos hoy día.


En la Apología de Sócrates se describe muy bien el tipo de acusaciones que justificaron el carácter “prescindible” del filósofo. Si las leemos con atención, y nos arrogamos el punto de vanidad que todo amante de lo que hace debe poseer, podemos encontrar las mismas acusaciones que la “gente que sabe” tiende a utilizar contra una mayoría inerme, como forma de hacer resaltar el gran valor de su saber y conseguir más clientela.


¿Quién es Sócrates? Con este personaje ocurre algo parejo a lo que le sucede a Freud: con excepción de aquellos que ni siquiera conocen su nombre, parece ser el mismo tanto para los que le critican como para sus seguidores. Pues la razón para ambas labores no cambia, sino solo la perspectiva en la que cada cual se posiciona.


A Sócrates se le llama “idiota”, lo que en el contexto griego se traduce por desconocedor de los asuntos que afectan a la ciudad. Sería algo así como un torpe, una persona que “no sabe” sí, pero no en relación a cualquier tipo de saber, sino a lo que se supone eminentemente práctico; diríamos que a Sócrates, no pudiéndosele negar su sabiduría, se le tacha de no saber “hacer”, o mejor, de no saber “hablar” ni enseñar a otros a hablar para granjearse el éxito en la ciudad. Así, por ejemplo, en Gorgias se le acusa de ser un rollero, que no sabe hacer valer su opinión, alguien que carece del arte de ganar en la disputa y hacerse ganar el favor del auditorio que le escucha. Por no saber, parece que no sepa ni vestir. Los sofistas se burlan de él y lo consideran como un miserable que funda escuela en torno a él para hacer proliferar su miseria, y que con ello solo se consigue empobrecer al vulgo. Como última muestra de ello, la acusación máxima, por la que perdió la vida: la de haber difamado a los dioses oficiales de la ciudad.



La presunta difamación, que Sócrates niega, tiene que ver con el fondo de “su” filosofía. Porque, si hacemos caso a Platón, Sócrates tiene un mensaje que se estruc-tura en forma de sistema, por muy simple que pueda ser este sistema. Ello significa que tiene creencias muy específicas, creencias sobre la vida y la muerte, sobre el conoci-miento y la realidad, sobre lo aparente, sobre lo político… Creencias que, sobre todo, no están fundadas en tradición alguna ni en el buen funcionar técnico de las cosas, sino en el propio “ideal”: es decir, de nuevo en el contexto que nos ocupa: en lo formal, en lo visual, lo eidos: lo que puede verse y, por ello, entronca con aquello que se puede “teorizar”.


Teorizar, emparentado con Zeus, principio de lo divino. Aquí radica la apostasía que llevó a Sócrates a la hoguera del cianuro. Lo único que guiaba a Sócrates era la búsqueda de la verdad. No significa esto que se buscara un principio in-útil, que hay diferencias con los postulados del cínico Diógenes, pero evidentemente dejaba la utilidad en un segundo plano. La “verdad” socrática es lo más práctico que nos podamos imaginar, al contrario de lo que afirman sus detractores, pues habla de moral, de bien, de belleza, de justicia; habla también de distinguir la realidad en el oscuro magma de las apariencias y, con ello, de utilidades que en realidad no nos son útiles porque no hablan de nosotros mismos; de requerimientos presuntamente divinos que en realidad responden a futilidades vanidosas y absolutamente banales.


¿Vemos el parecido con la época actual? Nuestra insistencia en confrontar al coaching tiene su origen en aquella tradición fundada por Sócrates. Y siempre que alguien nos pida razones de por qué nos metemos donde no nos llaman, podremos argüir: “vosotros me habéis matado”.


Y, desde luego, nada hay que nos ataña más, como individuos que somos, que la muerte; especialmente si hablamos de la muerte propia.

 
 
 

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