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¿Qué quiere decir "sujeto"?

  • Foto del escritor: Eleuterio Valldigna
    Eleuterio Valldigna
  • 1 feb 2018
  • 6 Min. de lectura

El sujeto. El problema del sujeto. El problema del sujeto es que permanece “sujeto”, sujetado, como si, en lugar de determinar nuestra libertad, condicionara nuestra condición de presos. Es un problema que se arrastra desde lo moderno, porque con anterioridad no existía ese postulado de la libertad, en los términos en que lo conocemos desde el cristianismo.


La paradoja de la libertad es una paradoja muy moderna, y adyacente a nuestro concepto de Dios. Dios Padre Todopoderoso, que todo lo sabe y que todo lo puede, es en el fondo de nuestras creencias el modelo al que pretendemos asemejarnos desde la Modernidad, y por ello fundamos un concepto al que denominamos “sujeto”, es decir, que subyace: a nuestras palabras, a nuestras acciones y hasta a nuestro propio ser.


En el mundo griego, aparecen concepciones parecidas, pero con rigor no es sino en nuestras traducciones donde emerge esta dificultad. Porque “subjectum”, en latín, traduce a “lo que permanece”, lo que está “por debajo de lo dado”. De ahí lo conducimos a una ética en la que suponemos “sujetos” que son los responsables de los actos, proyectando la estructura gramática de sujeto y predicado (Nietzsche). Todo lo demás es hipóstasis. Hipóstasis paradójica que cae en contradichos flagrantes, las cuales han sido denunciados desde antiguo como signos de vanidad y falta de sofisticación.


Este sujeto es ya un sujeto problemático, entre otras cosas, porque ha querido traducir a todo lo que ha querido pensar que se le parecía. Muy plausiblemente, podemos determinar que la dificultad nace, en tanto que problema, en la Ilustración, sobre todo en la alemana, que tiene una fuerte vocación academicista: es decir, que trata reconstruir la historia de los saberes y de los conceptos como si de un edificio único se tratara. De este “espíritu” que caracteriza a la época nace, justamente, la Fenomenología del espíritu hegeliana, auténtico baluarte para todo intento de aproximación a las problemáticas del sujeto moderno.


El sujeto, en la fenomenología de Hegel, da nombre a todo lo que se mantiene en una relación dialéctica. En este sentido, y partiendo de las limitaciones críticas impuestas por la epistemología kantiana, que había causado furor, mantiene la historia de un desarrollo que permite conservar el espíritu que da razón de ser a cada uno de los saltos dialécticos que se constatan en la ficción histórica construida por el filósofo de Jena. De esta manera, la propia “historia” sale al paso de la pretensión hegeliana por recuperar esa noción sustantiva que sirva de sustrato, esta vez, a su intento por lograr una única visión efectiva de las posibilidades del individuo como ser en el mundo: ser que experimenta y se desarrolla en la experimentación, ser que es ante todo intersubjetivo y que, por lo tanto, no puede ser comprendido sino en su relación con la alteridad. Ser, por lo tanto, cuya esencia descansa más allá de sí, en ese “espacio” simbolizado por la noción de “espíritu” y que señala algo que es del orden de lo que se ha intentado demarcar con concepciones de amplia tradición filosófica, tales como “razón”, “universalidad” o, especialmente, la propia “historia”.


El “sujeto”, tal como lo entiende el hablante habitual, da nombre ante todo al individuo que suponemos detrás de un acto determinado. Pero, si consideramos las concomitancias de nuestra aproximación, a través y más allá de Hegel, resulta que esta es solo una parte muy limitada de la totalidad “subjetiva” de la que el susodicho forma parte. Dicho de otra manera: el “sujeto”, tal como lo entiende Hegel, es condición de posibilidad de nuestra individualidad, lo que no lo convierte en principio individualizador. Al contrario: resulta más difícil que nunca determinar de qué manera una suerte de “alma universal”, aquello que comparamos con la razón, pudiera concebirse que participa en todos y cada uno de los miembros de la sociedad, lo que suponemos razón de ser de la noción de sujeto: el principio de encuentro con lo universal que creemos que hay en cada uno de nosotros.


A lo que nosotros llamamos “individuo”, los griegos prefirieron llamarlo “persona”, es decir, “máscara” imaginaria y simbólica que reúne todas nuestras posibilidades esenciales. Esencial a ella le es un desarrollo histórico que es el que se ejemplifica en el drama. El sujeto, moderno o no, escribe la universalidad de su historia tanto en la tragedia ática como en las obras de Shakespeare.


Parece entonces que la identificación persona-sujeto debe entenderse como el nudo en torno al que desplegar la sucesión de paradojas: el problema de la individualidad, el problema de la identificación, de la libertad de la pluralidad “interna” a la máscara y que solo va a salir a la luz en la medida en que la historia del sujeto lo considere oportuno: de nuevo, todo esto es lo que describen las tragedias griegas.


En filosofía hemos identificado esta noción con la psique, y mucho más en psicología. Esto nos ha acarreado problemas. Ya Freud denunciaba que toda psicologización debía hablar de los aspectos inconscientes, y le oponía justamente la “psicología de los filósofos”, que pecaba de racionalista. Sin embargo, Freud mismo descubrió las “estructuras” dramáticas subyacentes a su concepto, véase el Edipo, y estas vuelven a emparentarlo con la noción que desarrollamos para el sujeto. Dicho de otra manera: lo que el psicoanálisis despliega no es otra cosa que la historia del drama subjetivo que compete a cada individuo por el mero hecho de estar ahí lanzado en su mundo.


El problema es que la filosofía, así entendida, dista mucho de algo que haya querido ser pensado. Y esto la aproxima peligrosamente a la noción misma de “ideología”, porque pareciera tratarse de una proclama de fundamento inconsciente, que ni siquiera sabemos a ciencia cierta a quién conviene. Más bien pareciera sujeta al capricho: “mi filosofía” es una forma de hablar de una regla que es propia y que no se puede compartir, no necesariamente: mi filosofía, mi regla, la ley que guía mis pasos. No andamos mal, si al menos andamos de algún modo.


Ahora ya se trata de una norma “más o menos” consciente. “Más o menos” porque damos a entender que no siempre hemos sido conscientes de la máxima, pero que a partir de cierto momento hemos hecho el esfuerzo expreso de que las cosas ocurrieran de acuerdo a esa ley. Como un héroe de novela: damos pasos torpes y difusos, hasta que nos damos cuenta de qué es aquello que nos servía de apoyo en la adversidad, para que su empuje pueda ahora servirnos de alarde en nuestras futuras ejecuciones. A partir de cierto momento, hablar de “mi filosofía” sería como para un psicoanalista hablar del complejo de Edipo, solo que con la diferencia de que el filósofo habla en primera persona, y el psicoanalista, no.


¿Por qué el complejo de Edipo? Porque este nombre designa una fase crucial en la que se desarrolla la subjetividad del ser humano como tal. El psicoanálisis descubre que este es un fenómeno que no se decide en torno a un posicionamiento consciente del individuo, sino in-consciente, y que en particular se teje de articulaciones imaginarias y simbólicas entre las cuales se perfila el niño hasta adquirir la máscara con que se identifica, que a su vez será fuente de todo el sufrimiento mental que en el futuro padecerá.


¿Cómo hacerlo equivaler a nuestra re-descubierta “filosofía”? La filosofía como la ley en la que se articula nuestra identidad y nuestro sufrimiento nos anima a permanecer en la legalidad asumida, en detrimento de lo desatinado a que puedan abocarnos sus consecuencias: “Puede que esté equivocado –viene a decir quien así piensa–, pero esta es mi filosofía y voy a seguir siendo fiel a ella”. “Filosofía” como “fiel” sustituta de la religión, no otra cosa puede ocurrir si la confundimos con las cosmovisiones. Pero, ¿cómo puede una filosofía seguir siendo filosofía y mantenernos, a la vez, en un error?


Por eso hay que poner entre paréntesis esa expresión, a falta de seguir analizándola. “Filosofía”, en este sentido, denota un esfuerzo por la autenticidad que va más allá de lo teórico y las justificaciones. Decía Unamuno que primero actuamos y luego nos justificamos, pues la “filosofía” quiere remitir, aquí, para el vulgo generalizado que desconoce sobre sistemas filosóficos, ese esfuerzo por lograr que la justificación no sea palabrería vana, por mantener la creencia en una verdad que se haga continuar a través de los actos: primero actuamos y, en razón de eso, filosofamos. Decía Hegel que el filósofo llega tarde a las transformaciones del mundo, lo mismo valdría decir de su objeto. Y ello porque esta noción de “filosofía” ha descubierto o creído descubrir un amago de “verdad”, en el hecho, difícilmente controvertible, de que “somos” auténticamente solo en la medida en que “sigamos siendo”.


No otra cosa que “seguir siendo” es el propósito oculto de esta noción de “filosofía”, la mía, la tuya, la de cada quién... Y en ello es, justamente, donde volvemos a encontrar su vínculo inquebrantable con la verdad.


 
 
 

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