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La filosofía y el psicoanálisis... ¡Pseudociencias!

  • Foto del escritor: Eleuterio Valldigna
    Eleuterio Valldigna
  • 13 feb 2018
  • 5 Min. de lectura

El problema está en que carecemos de elementos para distinguir hasta dónde llega el interés de la ciencia, y dónde empieza el del consumo y el mercadeo. Y la diferencia es importante, porque viene a determinar toda nuestra comprensión sobre la psicología misma, que es el espacio en el que el mercado ha situado el rango de aplicatividad de nuestra disciplina.


Hablamos como psicoanalistas, pero también como filósofos: piénsese bien que nos hemos a la psicología y no a “la ciencia” como tal, porque “ciencia” la ha habido durante siglos de forma connatural a la filosofía, y es el espejo incuestionable en el que se miró el psicoanálisis. En cambio, hoy en día podemos leer titulares sensacionalistas en Facebook o en otras redes sociales, en los que se explican cosas como que “la filosofía, como terapia, se sube al carro de las pseudociencias”.


Hay aquí un concepto muy interesante para analizar, porque él mismo es un concepto filosófico. En concreto surge en el marco de la filosofía analítica del lenguaje, aplicada al ámbito de la normativización de la ciencia. Es un espacio al que muchos, de manera poco reflexiva, han llamado “filosofía de la ciencia”.



Lo específico de la filosofía analítica, que tiene muy poco que ver con nuestra comprensión filosófica del análisis, consiste en el esfuerzo que dedica a la producción de generalizaciones, las cuales no tienen un valor meramente explicativo, sino ante todo normativo (es decir: dicen al científico cómo opera, y, en función de ello, cómo debe seguir operando para no dejar de merecer el calificativo de “científico”); esfuerzo este que es perfectamente lícito y que incluso bebe sus fuentes en los orígenes mismos de la filosofía: pues no viene a ser otra cosa que la reducción de nuestras creencias a definiciones. Práctica que, en efecto, está emparentada con la misma estrategia argumental que ya utilizara Sócrates de manera recurrente, al menos por lo que sabemos por los Diálogos platónicos.


Solo que, en el caso que ahora nos ocupa, el de los autodenominados “analíticos”, observamos el atravesamiento de un olvido fundamental: un olvido que tiene que ver con el ejercicio estratégico que, en aquel entonces, correspondía a la definición. Esta omisión no debe parecernos extraña, porque otros muchos filósofos no analíticos se han olvidado de ello también. De hecho, gran parte de las críticas a la filosofía del gran ateniense son posibles en tanto omiten, si no olvidan, el carácter estrictamente dialógico de su escritura, carácter específico y sin parangón, que tiene por objetivo reproducir al logos mismo en su función, que en el gran ágora ateniense debía ser poco dado a monólogos y reflexiones, y más a producirse en el fragor dialéctico del debate.


Los textos de Platón se nos presentan como instrumentos; no son lo pensado en sí mismo, sino que muestran ante todo la manera como se produce este pensar. Anclémonos a esta distinción, que en un futuro va a dar mucho que hablar.


Están por ello articulados por personajes en los que el logos fluye sin el encorsetamiento habitual de los soliloquios del filósofo contemporáneo, y que deja traslucir en ellos sus caras múltiples y muy a menudo divergentes. Por el contrario, la filosofía analítica se ha servido de ese instrumento falaz sin advertir el importante carácter que tenía de divertimento. Aspecto fundamental y de relevancia no cuestionable para la verdad que revela.


Recordemos rápidamente la historia de Sócrates: un señor que se burlaba de los más sabios de su época alegando lo profundamente ignorante que era él mismo. Un señor que entendía por “ironía” la capacidad de hacer caer en contradicciones a los mejores oradores. Un señor que nos mostraba la impostura en que caía toda presunta definición que no había sido pensada sin el merecido cuidado (es decir, con “escepticismo”). De nuevo entroncamos con el problema de la confrontación con la sofística: aquel cuerpo disciplinario, formado por potentados del saber que, en cambio, habían pregonado la futilidad de toda presunción de verdad y, más aún, la inutilidad de su búsqueda. Por eso, las definiciones resultantes del ejercicio de la filosofía analítica suelen ser muy poco “filosóficas”.


Aunque sí existe, por el contrario, el interés veraz por la verdad en la filosofía analítica; no lo discutiremos. El problema es cuando se trata de hacer relucir una verdad que a todos se presenta como demasiado “roma”: una verdad digna de un cuento de niños, sencilla, sin ángulos ni escarpada. El filósofo analítico, a diferencia de Platón (que por algo era "el divino"), no ha sido capaz de distinguir el pensar y lo pensado de su pensamiento; por eso mismo se manifiesta incapaz de producir un “pensamiento” como tal.


Entonces ocurre que no reconocemos la verdad en sus argumentos: y se buscan contraejemplos que, sinceramente, resultan demasiado fáciles de encontrar. A la sazón, parece que es cuestión de perfilar las definiciones hasta dar con la tecla perfecta, sin advertir que el error estaba en el origen mismo de la puesta en práctica del definir, que se ha venido a confundir con aquello que define, o sea con lo que le atribuimos como “significado”.


Nos preguntamos, en consecuencia: ¿sabemos lo que es conocer? Lo que hace la ciencia. Entonces, ¿cuál es el objeto de buscar definiciones del conocimiento? Separar qué es ciencia y qué no. Pero, ¿en qué se ha basado la distinción, si la definición es a posteriori? Aquí está el problema: si decimos algo tal que “ciencia es lo que hacen los físicos” podremos llegar a conclusiones que abrigan la práctica tanto del investigador como del mismo psicoanalista. No. Es preciso añadir a la pregunta un correlato negativo. Y la pregunta queda como sigue: ¿por qué la física es ciencia y, el psicoanálisis, en cambio, no lo es?


Pero como una pregunta así descubre demasiado de prisa su petición de principio, entonces recurrimos a conceptos inventados para el engalanamiento, conceptos carentes de profundidad como el mismo de “pseudociencia”, es decir: aquella disciplina que surge y funciona en el ámbito de la ciencia, que tiene apariencia de ciencia, y que sin embargo no lo es.



Larga tradición pues, de explicadores de la cientificidad que en realidad solo querían definir los límites exteriores al psicoanálisis. Si, además, hubieran sido buenos conocedores del objeto que repudiaban, se habrían convertido por extensión en grandes epistemólogos. Al menos habrían sido capaces de distinguir el particular “conocimiento” al que el psicoanálisis aspira.


Pero como encima se han conformado con repetir tópicos manidos, tomados del desconocimiento popular, tópicos carentes del mínimo fundamento, debemos asumir que no merecen tal halago. Dejémosles, pues, con el apelativo que han elegido para sí mismos: los presuntos filósofos analíticos del lenguaje y de la ciencia.


 
 
 

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